domingo, 24 de agosto de 2008

Laos (castellano)

Vientiane


 El siguiente texto fue escrito en Laos, en septiembre del año 2002.

Leo que Laos es uno de los países ecológicamente mas intocados y mejor conservados del sudeste asiático. Que el 85% del país esta cubierto de vegetación y el 50% de bosque natural. El 80% de la población vive de la agricultura, la pesca y el bosque, y es uno de los países menos densamente poblados de Asia (5'4 millones de habitantes y 235.000 kilómetros cuadrados). Hay muy poca industria y la riqueza mineral no ha sido aun explotada. La ayuda exterior contribuye a una buena parte del presupuesto nacional. La infraestructura sanitaria es muy precaria (incluso en Vientiane, la capital) o no existe y, según me dicen, tampoco la educación ha sido una de las prioridades del gobierno. No hay todavía cajeros automáticos ni McDonalds en Laos.
Laos fue bombardeada hasta los cimientos durante la guerra de Vietnam. Después de que los aviones norteamericanos dejaran caer sobre el país unos 2 millones de toneladas de bombas (más de las que arrojaron durante toda la Segunda Guerra Mundial; en la pensión en la que estoy hay un obús de esa época plantado en el jardín como adorno), Laos era considerado en 1973 el país más bombardeado de la historia (aunque hoy en día estos puestos primerizos son cada vez mas difíciles de mantener). Todo ello no impidió que la guerrilla nacionalista-comunista tomara el poder.

Si tuviera que describir Laos con lo que he visto hasta ahora (la parte sur del país) diría que es una gran llanura, verde y húmeda, en la que los campos de arroz y las pequeñas aldeas de casas levantadas sobre pilotes -casas de paja en unas ocasiones, de madera y tejados de zinc en otras- se intercalan con zonas boscosas menos habitadas. Esta llanura se ondula a veces ligeramente, aparecen promontorios y siluetas de montañas en los costados, y esta atravesada por un gran rio de aguas oscuras, el Mekong, y un gran número de afluentes caudalosos que lo alimentan. El ambiente es sereno y apacible, y la vida en los pueblos parece transcurrir con el mismo ritmo y voluntad con la que se mueven los numerosos búfalos de agua que se ven en los campos: con lentitud y calma, pero también con solidez y continuidad. Y la gente parece feliz. Estas son algunas de las impresiones que me ha causado Laos desde que atravesé la frontera sur con Camboya y durante los 1000 kilómetros del recorrido que me ha traído hasta Vientiane, la capital, una ciudad relajada y parsimoniosa que tiene más el ambiente de un pueblo algo crecido que el de la primera ciudad de un país.

El cambio ha sido grande viniendo desde Camboya. Camboya ha sido para mi un país extraño, lejano y cargado de tristeza. No se exactamente por qué. Tal vez por el recibimiento en esa ciudad fronteriza, sórdida y miserable, que es Poipet; tal vez por los cielos oscuros y pesados, amenazando lluvia desde el amanecer, día tras día, casi sin tregua; tal vez por los caminos embarrados, los edificios carcomidos, y la sensación de pobreza y abandono que da a menudo el país. La historia reciente ha sido cruel aqui. Los lisiados, con una pierna amputada a causa de las minas, se ven con frecuencia en la parte oeste del país. Y en la capital, el museo del genocidio, Tuol Sleng, instalado en lo que fuera el principal centro de interrogatorios y tortura del Khemer Rojo, es un buen museo: transmite con su simplicidad y desnudez un eco del sufrimiento y el horror que encerraron sus paredes, un eco de la locura de los verdugos y la pesadilla de las victimas. Y una pregunta, tal vez, sobre esa parte oscura y demente de los humanos y la línea que nos separa de ella: una línea que parece ser tan solida e infranqueable, a veces, como frágil y difusa otras. Hay en las paredes de este museo cientos de fotografías de detenidos, muchos de ellos niños, mirando a la cámara desde su condena a muerte. Entre 1 y 2 millones de personas murieron durante los 4 años (1975-1979) que el Khemer Rojo, bajo el liderazgo de Pol Pot, estuvo en el poder. La población actual de Camboya es de 12 millones.

Laos respira un aire diferente, más benévolo. El país me recibió con una carretera impecablemente asfaltada y prácticamente desierta de vehículos a motor. Una carretera nueva y que todavía no ha alterado, como suele suceder con el asfalto, el ritmo pausado de los lugares que atraviesa. Y aunque el ambiente es, como en Camboya, completamente rural y tradicional, todo tiene aqui, en su humildad, un aspecto más cuidado y saludable (un detalle: no he visto apenas carros tirados por búfalos, como abundan en Camboya. Aqui han sido sustituidos por una especie de mulas mecánicas, tractores simples de dos ruedas con un remolque añadido, y que se manejan desde el pescante mediante dos largos brazos metálicos, como si fueran riendas. Los hay a cientos). Pasando en bicicleta, extranjero y sin conocer el idioma, uno recoge impresiones desde la superficie de los lugares que atraviesa. Pero creo que no por eso dejan de ser válidas. Y, como decía ,en Laos la gente parece feliz. Tal vez una felicidad asiática, cotidiana y sin estridencias, pero que no deja de sorprender. Me parecía percibirlo en la manera honesta de sonreir de la gente, o en la honesta seriedad de los rostros en otras ocasiones, en la amabilidad natural del trato, en la ausencia de muestras de violencia o agresividad, y en general en la sensación de serenidad que transmiten las personas y el país. Esta gente, pensaba, podría organizar agencias de cooperación, y ONGs de ayuda al desarrollo de tantas sociedades opulentas, en las que al parecer sobra de todo menos satisfacción (no es un país de ángeles tampoco. Aqui en Vientiane, por ejemplo, los conductores de tuk-tuks (moto-taxis) pedirán de entrada, con una sonrisa amistosa, dos o tres veces el valor del precio habitual del recorrido cuando el cliente es extranjero. Y los que se acercan ofreciendo, más o menos furtivamente, "marihuana, opio o chicas" tampoco tienen el aspecto de monjes inocentes).
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Me preguntaba también -durante esas largas horas de pedaleo en las que la mente, a veces, vaga sin control y hace piruetas en terrenos insospechados, y otras, en cambio, busca asideros e ideas concretas a las que amarrarse- por qué es así (si es que es así), qué condiciones hacen de éste un lugar saludable. Laos es un país budista. Los templos abundan y uno puede ver a menudo a los jóvenes monjes de cabezas rapadas y túnicas color naranja. Pero desconozco que significa la religión para estas gentes, como influye en su forma de entender y enfrentar la vida. Aunque ha de ser, seguramente, un factor importante. He visto también por el camino alguna iglesia católica y otras pequeñas evangelistas, pero por fortuna pocas, y yo diría que los salvadores de almas y su confusión aún no han pisado con fuerza en estas tierras serenas.

Laos ha sido también desde 1975 -y es aún nominalmente- un país comunista. Las cosas parecen haber cambiado radicalmente en los últimos años y hoy en día, a vista de ciclista, lo único que recuerda, vagamente, el socialismo de estado son alguno que otro, muy escasos, descoloridos carteles de propaganda en los que suelen aparecer un grupo de obreros trabajando ordenadamente en alguna gran obra pública (aparte de la carretera no se ven las obras públicas por ninguna parte). Pero parecen fósiles abandonados. Sin embargo, puede ser que los años de comunismo hayan servido, pensaba, para mantener al país aislado de las expectativas y las frustaciones, y de los exigentes cantos de sirena, del otro modelo, el único hoy posible y deseable, según nos repiten. Tal vez Laos apenas se ha mirado todavía en el espejo tramposo del éxito ajeno, ni ha visto la imagen fea y disminuida que éste devuelve a los pobres, ni ha sido, ni se ha sentido, urgida a cambiar (hay quien dice, de todas formas, que todo se esta transformando rápidamente aqui). O puede ser la ausencia de la enfermedad del desprecio, el racismo, que carcome otras sociedades. O la importancia de las relaciones familiares y comunitarias. Incluso pensé -viendo los niños, manadas de niños sonrientes que a cualquier hora del día, cualquier día de la semana, parecían estar en todas partes, en los ríos, en los campos, en las casas... en cualquier lugar menos en un aula y detrás de un pupitre- pensé que en Laos no había escuelas, o que si las había siempre estaban vacías, y que por lo tanto éstas eran criaturas libres y felices, sujetas a ritmos y aprendizajes naturales, y a salvo de la domesticación y el adoctrinamiento de las burocracias educativas y sus sistemas. Este delirio romántico se vino luego abajo, al menos parcialmente, cuando supe que había una explicación sencilla para las escuelas vacías: era época de vacaciones, tres meses coincidiendo con las lluvias que acaban ahora en septiembre.

Laos se abrió definitivamente al turismo recientemente, en el año 1999, según creo. La presencia de turistas occidentales es, pues, una relativa novedad en el país (no novedad en absoluto en algunas zonas, donde somos ya parte cotidiana y visible del paisaje). En general, en estos países del sudeste asiático, las hormigas curiosas con sus mochilas a la espalda parecen estar en todas partes, y el ambiente es a veces tan saturado que se vuelve una caricatura, como en la famosa calle-gueto de Bangkok, la Khao San Road (nada parecido, en semejante escala, vi en Latinoamérica; o tal vez me las arregle para mantenerme al margen). Soy muy escéptico respecto a los supuestos beneficios, que al final del balance, trae a estos países esta invasión de robots de aspecto saludable, muchos de ellos extremadamente jóvenes, que se comunican en ingles y recorren siempre los mismos lugares, en busca de exóticas tribus acorraladas en las montañas, islas paradisíacas que ya no lo son más, sexo barato, o lo que sea que se vende y se compra en la feria del consumo del viajar.

No todo es idílico en Laos. Si me dejaran hacer de mago -un oficio muy delicado- cambiaría, indudablemente, algunas cosas. Porque la pobreza de este país no es solo ausencia de hábitos y oportunidades consumistas, sino también altas tasas, en algunas zonas, de desnutrición y mortalidad infantil. Y dibujaría con la varita mágica de los buenos deseos un sistema de salud de calidad y al alcance de todos. Eso me sigue pareciendo fundamental en cualquier lugar.

Durante los últimos días he comenzado el recorrido hacia el norte y estoy ahora en Luang Prabang, a tan solo 5 o 6 jornadas de la frontera con China. El paisaje ha cambiado radicalmente y se ha vuelto agreste y montañoso, con recorridos de altura y vistas magníficas. Después de haber rodado durante los últimos meses a través de Malasia, Tailandia, Camboya y el sur de Laos por terrenos llanos casi sin excepción, es una buena sensación estar de nuevo en las alturas. La carretera sigue siendo un lujo, excelente y sin apenas tráfico. Las numerosas aldeas que atraviesa tienen un aspecto más pobre, en estas montañas, que aquellas de las tierras bajas del Mekong. Las casas son en su gran mayoría construidas de madera o bambú y techos de paja, y se ven niños desnudos o semidesnudos con las barrigas hinchadas. Algunas personas visten trajes coloridos y vistosos que deben pertenecer a los diferentes grupos étnicos. Los niños suelen dar la voz de alarma cuando me ven aproximarme al grito de “¡falang!” (el equivalente al "gringo" latinoamericano, y que escucho casi con tan poco entusiasmo como escuchaba aquel) y después es una legión la que me espera, agitando manos y dándome la bienvenida con el saludo nacional: “¡¡sabaidii!!” A veces me pregunto de donde salen tantos niños habiendo tan pocas casas.

Las gentes que vienen del norte me dicen que de aqui en adelante la carretera es una pirueta cada vez más atrevida entre montañas, y que no hay un palmo de terreno plano desde aqui hasta Mongolia. Yo no pretendo llegar tan al norte. Desde la provincia de Yunnan, al sur de China, voy a intentar atravesar Tibet, y entrar a Nepal, por una de las rutas que en círculos ciclistas esta considerada como una de las más

Tibet
expectaculares y exigentes del mundo. Un recorrido de una belleza poco común, escucho, con algunos pasos por encima de los 5000 metros y el telón de fondo de los Himalayas en muchos de sus tramos. Es una ruta prohibida a extranjeros viajando de forma individual, pero algunos ciclistas consiguen recorrerla sin contratiempos (aproximadamente 2500 kilómetros desde la frontera del Tibet hasta la de Nepal). Otros son multados y obligados a regresar. Es también la única vía factible para llegar pedaleando a Nepal y la India, ya que las fronteras terrestres de Birmania

 (Myanmar) continuan cerradas. Muchos saludos a tod@s.Salud.

(15 de setiembre, 2002 )


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